sábado, agosto 26, 2006

Aventuras de mi padre

Mi padre, cuando quería, era un cachondo. Si le daba el punto y se ponía a contar aventuras de las buenas, te despepitabas de risa. Una vez me contó lo que le ocurrió a un amigo suyo, no recuerdo el nombre, veréis. Resulta que una noche estaba el amigo con los hermanos, el padre y la señora madre cenando en la cocina y empezaron a oír ruidos en la puerta, como si alguien intentara abrirla, los cuatro hombres, bueno el amigo de mi padre y sus hermanos eran adolescentes porque esto ocurrió antes de la guerra, en fin, que los hombres se pertrecharon con lo que pudieron para darle la bienvenida al intruso, sin hacer ruido se acercaron a la puerta, a la de tres con la luz apagada la abrieron, metieron en casa al interfecto y le regalaron una buena somanta de palos. Unos minutos después encendieron la luz y cual fue su sorpresa al descubrir que era el vecino de arriba, que volvía a casa borracho y se había equivocado de piso. Le llevaron a la casa de socorro a curarle las heridas y directos a comisaría a contar los hechos. Parece ser que el policía de turno estuvo varios días riéndose de la situación, pero lo bueno fue que unos días después, la vecina apareció en la casa para ofrecer su más sincero agradecimiento a los vecinos que le había quitado a su esposo la afición por el alcohol.
A mi padre le tocaron 3 años de mili, del 43 al 46. El campamento en Colmenar Viejo y como la época era bastante austera en cuanto a recursos económicos, el viaje lo hicieron toda la tropa a pie, total casi 31 kilómetros uniformados y con petate, durmiendo en el campo cuando llegaba la noche. Después de jurar bandera a Alicante, y como buen madrileño piropeador, guapetón y con una labia que no os podéis imaginar, se ligó a una vendedora de horchata y así, entre piropo y calor caía un vasito de horchata, que al menos aplacaba un poco el hambre que les hacían pasar. Tiempo después los destinaron al Pirineo, a la zona de Puigcerdá. No recuerdo en cual de los cuarteles ocurrió que un compañero denunció que le habían robado el dinero y pidió que hicieran formar a la tropa que iba a descubrir quién había sido. Carcajada general, pero ante la insistencia del quinto no tuvieron más remedio que acceder a su petición. Tropa formada y uno por uno fueron sacando el dinero que llevaban. El soldado cogía el dinero lo olía y se lo devolvía a su dueño hasta que llegó a uno y dijo “este es mi dinero”. Todos se quedaron a cuadros y aclaró que en precaución a posibles robos, daba de ajo a su dinero, y era cierto, atufaba a la planta que todos usamos en nuestras comidas.
A la vuelta a Madrid consiguió trabajo en una tienda de calzado en plena Red de San Luis, o sea, en la Gran Vía madrileña y en poco tiempo le hicieron encargado. En aquel establecimiento los clientes eran de los más granado de la Villa y Corte, además de las meretrices y coristas de la zona. Que por cierto, estas dos últimas eran las que mejor pagaban aunque a veces pedían plazos o prestamos hasta volver de las giras, pero nunca dejaban cuentas pendientes. Mi padre también hablaba de aquel lupanar de las cercanías, del cual y por la puerta trasera en más de una ocasión salían hábitos religiosos importantes.
Nunca entendí la afición de mi padre por los cementerios, ¡mira que le gustaban! No paró hasta que memoricé un poema.

Me gusta un cementerio de muertos bien poblado
Que mane sangre y fuego e impida el respirar
Y allá un sepulturero de tétrica mirada
Con mano despiadada, los cráneos machacar.

También me hizo aprender aquel que decía:

Alfarero,
Oficio noble y bizarro
De entre todos el primero,
Pues en la industria del barro,
Dios fue el primer alfarero
Y el hombre el primer cacharro.

Pero me gustaba más lo que decía mi abuelo el madrileño, “!y uno la luz apagó y halló la mano de todos pero la tajada no!

Claro que también decía mi abuelo:

El que parte y reparte,
Si al repartir tiene tino,
Se quedará el muy cochino,
Siempre con la mejor parte.

Esto lo he oído en varias versiones pero la que más me gusta es esta, pa eso era de mi abuelo.
De las historietas de mi padre, con la que me sigo riendo mucho fue con lo que le pasó con las cartillas de racionamiento. Dos años después de casarse mis padres se vinieron a la casa donde yo sigo viviendo y, en teoría tenía que haber roto las cartillas de Chamartín al solicitar las de Chamberí, pues no lo hizo, por la sencilla razón de que así conseguían ración doble de todo, bueno, pues un día se presenta en casa un señor, D. Fulano de tal?, si soy yo, contestó mi padre. Me enseña las cartillas de racionamiento (digo en plural porque eran las de mis padres y mi hermana y mi hermano aún lactante). Menos mal que mi padre reaccionaba a la primera y sólo sacó las que valían. El señor revisó las cartillas, vio que todo estaba correcto y dijo: es que hay un señor con el mismo nombre y apellido de usted que tiene las cartillas de dos barrios y nos estamos volviendo locos para encontrarle. Muchas gracias y adiós. En cuanto mi padre cerró la puerta rompió las cartillas que casi le llevan a la cárcel. Visto desde la perspectiva de hoy podía ser un abuso, pero tenemos que entender que por entonces se pasaba hambre y todo el que podía hacía cosas como estas.

3 Comments:

Anonymous Anónimo said...

Menudo era tu padre. Seguro que has heredado mucho de su cachondeo. Lo de las cartillas de racionamiento es totalmente surrealista. ¿En qué estaría pensando el tipo aquel?

Besos.

3:39 p. m.  
Anonymous Anónimo said...

Se me olvidó poner algo en el comentario anterior: Fran.

3:41 p. m.  
Blogger Real Academia Internacional de los Blogs said...

Como en la serie cuentame. Bueno yo venia por lo de las nominaciones, ya han empezado.

2:51 a. m.  

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